domingo, 5 de junio de 2016

Ultraje (Parte final)

Se había hecho de noche y no había luna, tenían que irse de allí. La ayudó a levantarse pero las fuerzas le fallaron y cayó sentada. Él la cogió en brazos sin dejarle de hablar en ningún momento. Le contó anécdotas de ambos, recuerdos cuando eran más pequeños rememorando algunas travesuras. Ella sonrió débilmente con la cabeza apoyada sobre el hombro de su amigo.
A medida que se acercaban al lugar donde estaban acampados, ella volvió a llorar de nuevo. Comenzó a sentir vergüenza y culpabilidad por lo ocurrido, no quería que nadie se enterase de lo que le habían hecho. Le hizo prometer a su amigo que jamás hablaría de ello con nadie, con absolutamente nadie... él se lo juró.

Los demás estaban alrededor de la hoguera cenando y bromeando entre ellos. Cuando les vieron llegar, no les extrañó que apareciesen de ese modo. Imaginaron que sería parte de alguna de sus bromas o que al fin esos dos amigos inseparables hayan dado un paso más. Cosa que todos apostaron que finalmente ocurriría. Así que no se acercaron pero intercambiaron miradas divertidas y confidentes cuando él entró con ella en la tienda de campaña y cerró la cremallera sin decirles nada ni mirarles en ningún momento.
- Yo sabia que al final se liarían - dijo uno - ¿No os lo dije cuando se marchó para buscarla?
- Seguro que lo tenían planeado. Han tardado mucho, seguro que mañana se hacen los locos y disimulan - respondió otro - Creo que esos dos se han enrollado más de una vez.
Los demás rieron y se sumaron a la chanza. Unos diciendo la buena pareja que hacían y otros diciendo que ya era hora y eso tenía que ocurrir tarde o temprano.

Dentro de la tienda de campaña, él la recostó con sumo cuidado prestando atención a la conversación exterior. Les odió al oírles reír despreocupadamente, quiso callarles a puñetazos. Pero se contuvo, le hizo un juramento y será mejor que los demás piensen que están juntos. Se recostó a su lado susurrándole infinidad de promesas hasta que ella se quedó sumida en un inquieto sueño que fue velado por él toda la noche.

Antes del amanecer, él decidió marcharse con ella. Aprovechó que todos dormían para poder irse sin sen vistos y así no tener que dar explicaciones porque el estado anímico de ella y sus lesiones, le obligaría a dar unas explicaciones que juró que callaría.
Sabía que cuando los vuelvan a ver no les preguntarían por haberse marchado de aquel modo. En más de una ocasión, ellos dos habían dejado plantados a sus amigos para ir a su aire y tras escuchar la conversación que mantuvieron sus amigos la noche anterior, estaba convencido que eso es lo que creerían.

Cogieron el primer tren de la mañana y tal como él esperaba, comprobó con alivio que estaba prácticamente desierto y pudieron sentarse en un vagón sólo para ellos.
No podía llevarla a su casa, la acampada estaba planeada para dos semanas y no podía regresar sin faltar a su juramento de guardar silencio. Toda ella suscitaba a hacer preguntas que no podría responder. Ella necesitaba ahora mismo calma y sosiego, daría la vida por volver a ver ese brillo especial en sus ojos, esa eterna sonrisa en sus labios. Era su mejor amiga, la quería como si fuese su hermana y verla en ese estado anímico era más de lo que podía soportar.
- ¿Por qué me han hecho esto? - preguntó ella con un hilo de voz - ¿Por qué a mí?
- No te atormentes, no volverán a acercarse a ti, te lo juro.
- Yo lo provoqué
- ¿Cómo?
- Me dijeron que yo los provoqué. Que mi forma de mirarles en el instituto les invitó a hacerlo.
- No, no vuelvas a pensar en eso - él la abrazó y apretó los dientes con rabia - Esa es su excusa y aunque fuese así, no tenían ningún derecho a hacer lo que hicieron. No significa no.
Ella se acurrucó junto a él y ocultando la cara en su pecho, comenzó a llorar en silencio. Él le acarició el brazo con suavidad y miró por la ventanilla. La alborada despuntó, a él le pareció irónico que fuera hubiese un paisaje tan sosegado y apacible y en cambio dentro de aquel vagón parecía que el mundo se había acabado.
Ver el amanecer le dio una idea, no había nada que a ella no le gustase más que ver una puesta de Sol. Así que ya supo dónde podrían ir, al apartamento de sus padres en la playa. Él tenía las llaves consigo y no serán molestados por nada ni nadie.

Pasaron tres días y ella continuaba sumida en una profunda tristeza. Él la obligó a comer aún sabiendo que vomitaría todo cuanto había ingerido, pero no desistió en su empeño. Por la noche, cuando las  pesadillas la atormentaban, él la despertaba para asegurarle que estaba a salvo y después le leía en voz alta porque su voz la serenaba y volvía a dormirse.

Por la mañana daban largos paseos en silencio y por las tardes se quedaban sentados en la orilla para ver la puesta de sol mientras las olas acariciaban sus pies.
Ella permaneció mirando al sol anaranjado mientras que él la observaba impotente buscando desesperadamente en la mirada de su amiga, aquel brillo que siempre desprendía pero sólo veía jirones de lo que fue.
- ¿Cómo me encontraste? - preguntó con voz apagada.
- Siempre terminas por perderte - respondió con una punzada en el estómago al recordarla bajo aquellos desgraciados - Te estuve buscando hasta que escuché que... que...
- Tardaste demasiado.
- Ojalá lo hubiese sabido, ojalá no te hubiese dejado sola.
- Tardaste demasiado - repitió ella, apoyó la cabeza sobre las rodillas y comenzó a llorar en silencio.

Él asintió con resignación apretando los labios. Esto se había convertido en una parte más de esa dolorosa rutina. Sabía que no le culpaba directamente, que sólo se estaba desahogando y su mente distorsionada buscaba miles de resoluciones distintas para aquel día fatídico.
Permanecieron en silencio mirando el océano hasta que se hizo noche cerrada.

Al quinto día él consiguió que se tomase un baño en el océano y ella no había vomitado el desayuno. Parecía una mejora significativa y él se sintió más aliviado.
- Voy un momento a la tienda para comprar algo para comer.
- Vale.
- ¿Qué te apetece?
- Quiero desaparecer.
- Por favor, no hables así. Me haces daño, quiero ayudarte pero no puedo hacer nada si no pones de tu parte.
- Lo siento.
- Espérame aquí y no te muevas, no tardaré.
- Tranquilo, siempre terminas encontrándome.
Él se alejó echando la vista atrás de vez en cuando. Cuando vio que ella se recostó en la tumbona con la vista fija en el océano, apresuró el paso para ir al supermercado y tardar lo menos posible.

Cuando ella se encontró sola, los recuerdos volvieron a aparecer en su cabeza. Sus voces resonaban en su interior "ahora me toca a mí", "¿Te gusta?", "Esta zorra tiene para los dos"
Un hombre pasó cerca, la miró un instante y sonrió levemente. Ella sintió pánico, buscó con la mirada a sus amigos pero su turbación hizo que viese miles de ojos lascivos fijos en ella.
El pánico se apoderó de ella y salió corriendo para refugiarse en el apartamento.

Cuando él regresó a la playa, comprobó asustado que ella no estaba allí. Sintió una punzada en el estómago al recordar sus palabras. "Tardaste demasiado", "quiero desaparecer", "Siempre terminas encontrándome"... Tuvo un mal presentimiento y preso del pánico emprendió una vertiginosa carrera hacia el apartamento.
La puerta de entrada estaba entre abierta y con la llave puesta desde fuera. Entró llamándola a gritos pero no obtuvo respuesta. La única puerta cerrada era la del baño quiso abrirla pero estaba atrancada.
- No, no... por favor no... - musitó llorando de impotencia mientras intentaba abrir la puerta.
Sin pensarlo, cogió impulso y derribó la puerta de una patada.
Sus temores se vieron confirmados y la sangre se le heló al comprobar que sus temores no eran infundados.

La encontró de pie frente al espejo. Ella se giró sobresaltada ante la violenta intromisión. Gruesas gotas de sangre brotaban de su mano izquierda y en la derecha una hoja de afeitar.
El miedo de perderla para siempre se adueñó de su albedrío y la abofeteó en la mejilla. Se arrepintió nada más hacerlo pero su mano fue más rápida que sus pensamientos. Ella calló al suelo de rodillas e intentó recuperar la hoja de afeitar que había soltado a causa del bofetón inesperado.
Ambos forcejearon una intentando terminar lo que había empezado y él impidiéndoselo.
- ¡Déjame! - gritó ella - ¡Quiero morir!, ¡déjame morir!
- Estúpida, eres una estúpida egoísta.
- No, no puedo. No puedo, es el único modo.
- No me dejes, no sabría qué hacer sin ti.
- Me quiero morir.
- Entonces habrían ganado ellos.
Ella remitió el forcejeo y él, tras comprobar que a pesar de brotar sangre con abundancia, sólo era una herida superficial, no llegó a la vena.
- Tenías razón, siempre llego a tiempo - musitó.
- No has llegado tarde - sollozó ella abrazándole sumida en un llanto lastimero.
Ambos permanecieron llorando abrazados. Ella se odió a sí misma por lo que estuvo a punto de hacer. Él agradeció a todo lo que se le ocurrió porque estuvo a punto de perderla por segunda vez. Pero ahí estaba ella y ahí estaría siempre él. Siempre se asegurará que ella no volviese a sufrir de nuevo y se lo juró hasta casi quedarse sin voz.

Después de ese día, ella comenzó a cambiar poco a poco. Fue un avance lento y sutil, pero un avance a fin de cuentas. El miedo a salir sola a la calle, a sobresaltarse cuando al girar una esquina veía a alguien, a llorar en todo momento, todo eso fue desapareciendo.
Exteriormente, volvía a ser ella e interiormente, comenzó a zurcir los jirones de su alma con hilos de nuevas ilusiones. Volvió a salir de nuevo, a reír con sus amigos. Aprendió a apreciar la vida que ella mismo estuvo a punto de sesgar. "Ganarían ellos", esa frase que su amigo le dijo, fue la impulsó a seguir sin mirar atrás, por mucho que los fantasmas del pasado, quisieran acosarla. Ella aprendió también a ignorarlos.

Pasaron los años, las heridas del corazón cicatrizaron. Aunque ella quedó marcada con terrores nocturnos que de de vez en cuando, brotaban sin razón. Aprendió a vivir con ello, a llevar las riendas de su vida. Reía aún cuando lloraba por dentro y esperando el momento que todo se evapore por completo de su mente.

Ese día puede ser mañana, puede ser hoy...


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