sábado, 16 de agosto de 2014

Vaticinio

Enmarcada en una ventana, una figura arropada en la oscuridad... Ella.
Con pasividad irreal, fumaba un cigarrillo y en cada calada, se iluminaba tenue su rostro que parecía difuso a excepción de su mirada. Sus ojos, lo único que podía ver de ella con claridad pese a la distancia, me traspasaban pero no estaban fijos en mí, parecían mirar más allá de cualquier cosa tangible. 
Los suaves chasquidos de una farola rompían el silencio absoluto de la noche cerrada, parpadeaba un par de veces para iluminar aquel rostro un par de segundos y volver a apagarse. Como un algoritmo, el proceso se repetía... El cigarrillo y sus ojos opacos, la farola y su rostro. Ese rostro enigmático pigmentado en tonos grises que me resultaba terriblemente familiar pero cada ciclo era como si fuese la viese por primera vez.
Otra calada, de sus labios cerrados, expela un humo denso y blanco. Forma un leve remolino y se dirige hacia mí contorsionándose hasta formar una palabra pero se difumina antes que yo pueda descifrar el mensaje.

Y me despierto...

Un gran salón con iluminación ocre y muy concurrido. La multitud camina en círculos arrastrando los pies, el siseo de los pasos me provoca vértigo. Giré y giré sobre mi eje intentando distinguir a alguien, pero fue imposible, siempre estaban de espaldas. Y en medio de aquel salón... Ella.
Vestida de gala, impoluta y soberbia porte. Su faz estaba difuminada, como si fuese un retrato al pastel que alguien intentó borrar. Aún así, pude notar como sus ojos me traspasaban pese que miraban sin ver.
El ritmo de la multitud aceleró por momentos, el siseo de los pies arrastrar se convirtió en un sonido ensordecedor que conminaba a perder la razón. Pronto, sus siluetas se extendieron hasta convertirse en líneas multicolores y comencé a sentir la fuerza centrífuga que absorbía mi fuerza vital dejando mi cuerpo cada vez más frío.

Y me despierto...

Estoy frente a un lago, rodeada de árboles teñidos de añil, ámbar y malva. Un sol sin brillo se alza sobre mi cabeza pero la sombra de la fronda, se inclina en derredor al centro del lago como marcas de reloj. Y en el núcleo de ese paisaje falaz... Ella.
Levitando sobre el agua turbia, con la cabeza hacia atrás mirando fijamente a ese sol y con los brazos alzados convirtiendo su figura en un cáliz esperando ser llenado. A modo de cántico, emitía sollozos, lamentos y palabras ininteligibles que invadía todo el páramo. La desazón, la aflicción y la tristeza se apoderaron de mí evaporando mi ánima y vierto una lágrima que al caer al suelo, trasforma el panorama al instante en un lugar yermo y mi cuerpo, comienza a emitir crujidos secos transformándose en un objeto pétreo y gris.

Y me despierto...

Estoy en lo alto de un acantilado de puntiagudas y afiladas rocas. Lucho contra el viento voraz y desafiante por mantenerme en pie. Las olas rompen es su base con furia, la espuma marina me salpica y rápidamente me encuentro empapada. El cielo tintado de gris amenazador, blanquecido fugazmente por constantes rayos que caen con furia en el mar. Y en el borde de la sima... Ella.
Su vestido blanco ondeaba con gracia a contra viento, balanceaba su cuerpo como si se dejase llevar por una música somnífera que solo ella escucha, pese a que está de espaldas a mí, puedo sentir que sonríe.
Camino hacia Ella, mis empapados y pesados ropajes, ahora convertidos en harapos hechos jirones, dificultan mi empresa. Y cuando estoy a punto de alcanzarla, se pone en puntillas extendiendo los brazos en cruz y cae al vacío. 
Desciendo por el barranco acongojada, las aristas afiladas como cuchillas hieren mi piel sin causarme dolor alguno. Al fin llego hasta su cuerpo inerte, contorsionado de forma imposible y su siempre rostro etéreo cubierto por su brillante y sedosa cabellera. Miro mis manos ensangrentadas, dudando si mancillar su impoluta efigie con la secreción de mis heridas, pero finalmente me decido y aparto su melena. Al fin puedo ver su rostro, pero la incertidumbre se convirtió en pavor al comprobar que Ella siempre fui yo.

Y me despierto...