sábado, 23 de febrero de 2013

El vigía


La mañana se presentó brumosa, apenas se podía ver más allá de la proa del barco. Hacía frío, demasiado para un muchacho procedente de tierras cálidas. Pero no era el frío lo que más preocupaba al joven Juan.
La certeza de que estaban perdidos era cada día más evidente. Según los cálculos, deberían haber pisado tierra hacía semanas. La comida escaseaba y las enfermedades a causa de la falta de higiene amenazaban a una tripulación que comenzaba a mermarse lentamente. Ayer mismo se despidió de Tomás, su único amigo a bordo. La disentería acabó con él en solo dos días. Aún tenía fresca en su mente la imagen del cuerpo de su amigo descendiendo a las profundidades envuelto en un tosco sudario. Agradeció a sus dos dioses, el impuesto y el de sus ancestros por poder vislumbrar el alba de nuevo.
Apoyó la espalda en el mástil del palo mayor y se dejó caer deslizándose lentamente hasta quedar sentado en la base del carajo. Se presentó voluntario para el puesto de vigía. Le gustaba la soledad y profundizar sus pensamientos, además, así podía permanecer al margen de los bulos y habladurías de la tripulación sobre el descontento de esta travesía. Muchos eran marinos experimentados, pero pocos conocían las consecuencias de ser exploradores. Poco a poco, enervaban los deseos de motín.
Cerró los ojos y se perdió en sus recuerdos, buscó algún momento agradable para evadirse, retrocedió hasta su niñez…

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Juan miraba ensimismado a su padre mientras él trabajaba. Le fascinaba ver como un trozo de barro se transformaba en una exquisita pieza de cerámica gracias a las manos de su padre. “La hermosura de las piezas es el reflejo del cariño puesto en su elaboración”, solía decirle. El chiquillo permanecía casi hipnotizado por el movimiento rítmico de esas manos casi mágicas, el resultado siempre era impecable. Su padre era el alfarero más prestigioso de Sevilla. No había casa noble que no tuviese alguna de sus piezas. Su fama se extendía más allá de las murallas de la ciudad. Incluso venían de Toledo, Castilla o Aragón para decorar sus casas. Tenía un don, y ese don fue precisamente su perdición. Su fama y reconocimiento crecía con la misma velocidad que el número de enemigos, camaradas de profesión y envidiosos de su labor.
-Ve a jugar Juan- le ordenó. El niño protestó con la mirada, pero su padre sonrió con ternura. – Vete hijo, mañana empezarás a trabajar como mi aprendiz-.
El rostro del niño se iluminó por la emoción, abrazó a su padre y salió corriendo en busca de sus amigos. Estaba deseando contarles que mañana sería un hombre…

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El ajetreo de cubierta lo devolvió con brusquedad a la realidad, desde las alturas observó a sus compañeros. Unos se afanaban a coser y remendar las velas estropeadas tras el último temporal. Otros baldeaban la cubierta para limpiar los vómitos y excrementos de los enfermos. El almirante exigía pulcritud, pero el tiempo, la escasez y el desánimo, estaban haciendo mella en una tripulación que cada vez se semejaban más a las bestias.
Algunos hablaban de motín cada vez con más frecuencia y no en susurros, lo hacían abiertamente. Sólo callaban cuando sentían la presencia de algún mando cerca. Rodrigo alzó la vista hacia el Este. Observó la segunda nave que acompañaba la expedición, en la proa de la misma estaba el almirante, se mantenía inmóvil dando la apariencia de una pétrea figura.
No podía evitar observarle, hacía días que permanecía allí, los días con el catalejo y podía distinguirle por las noches a la luz de la luna con el astrolabio, siempre observando un horizonte que parecía interminable. Sólo abandonaba el sitio para comer, dormir o escribir en su diario de a bordo. Juan se preguntaba si el almirante era consciente de la amenaza que se cernía sobre él. Puede que el descontento solo existiera en esta nave. Puede que su obsesión por llegar a tierra lo cegase e impidiese que distinguiese la realidad, pero, ¿podría ser eso indicio de locura?, ¿estarían siendo arrastrados a la perdición por la ilusión de un demente? Agitó la cabeza para liberarse de tal pensamiento, no quería tener las mismas ideas de los alborotadores. Pero en el fondo temía estar equivocado al confiar en la teoría del almirante.
Martín, el capitán, salió del castillo de popa y subió hasta la toldilla para así poder ver y ser visto por todos. Usó ambas manos para cerciorarse que su misiva llegase a todos. Tal y como esperaba, los marinos mostraron interés sobre lo que tenía que decir, esperó a que todos dejasen sus labores para poder hablar.
–Por orden de nuestro almirante- gritó- Notifico a todo marinero que, quien sea el primero que vislumbre tierra, será recompensado con diez mil maravedís. Este pago lo efectuará la misma Reina en persona. Además, será otorgado con diversos reconocimientos y honores-.
Juan observó el alboroto que se generó en cubierta tras la misiva del capitán. Todos se apresuraron a ocupar puestos en proa, incluso algunos escalaron hasta el palo de mesana y el palo trinquete. Uno incluso intentó expulsarle del carajo, pero Martín, el capitán, avisó del castigo en las bodegas de todo aquel que molestase al vigía. Juan agradeció con la mirada al capitán por aquel gesto, él se la devolvió con un mensaje: “Estamos en paz”.
El motivo por el que Martín protegiese a Juan, era por el afecto que su hermano Vicente, capitán de la otra nave, tenía con el muchacho. El origen de esa amistad no es un secreto para ninguno y por eso respetaron al muchacho. En realidad, sólo se sabe que fue por un percance en una taberna de Huelva en la que el joven ayudó a Vicente de una contienda.
La imaginación de los marinos y la historia pasada de boca a boca, engrandecían la historia cada vez que se contaba. De tal modo que no se parecía en nada a la realidad. Pero tampoco importaba,  la versión de los marinos era que el capitán, había salvado al joven de un ataque de al menos cinco hombres, pero salió mal parado y necesitó reposo durante dos días, gustó a todos sobre todo al capitán.
Juan le juró guardar silencio, ya que el verdadero motivo del malestar del capitán era una borrachera y cuando el almirante requirió su presencia, el muchacho ingenió otra historia para evitar que lo cesasen. Los moratones y rasguños de su cuerpo, verificaron la historia, aunque la realidad fue que cayó por las escaleras al intentar subir al capitán borracho. Una vez sobrio, el capitán le anunció que sería su protegido durante la expedición.

Diez mil maravedís, una verdadera fortuna. Rodrigo se volvió a acomodar para intentar dormir un poco, esa recompensa era idónea para su propósito, comenzar una nueva y anónima vida. Quería enterrar el pasado en el olvido, pero aquel episodio de su niñez era imborrable y como tal, aparecerá siempre en su mente sin quererlo…

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Juan salió a jugar como su padre le había ordenado, estaba intentando cazar una lagartija que se había escondido bajo unas piedras, la gente se movía por las calles apresurada. Al principio no se percató que algo era diferente, una mujer pasó junto a los niños tan alterada, que derribó a su amigo y continuó su camino sin haberse percatado de lo que había ocurrido. Mientras ayudaba a su amigo a ponerse en pie, levantó la vista dirigiendo la mirada al final de la calle, entonces les vio.
Un monje ataviado con su característico hábito negro y cabeza rasurada, caminaba altivamente escoltado por dos soldados del castillo de San Jorge. La gente simulaba concentrarse en sus labores o se adentraban en sus casas intentando ponerse a salvo de la mirada de ese hombre que dejaba un halo de miedo y sospecha. Un dominico, escoltado por soldados solo podía significar una cosa. La Inquisición iba a detener y juzgar a alguien.
Juan observó horrorizado cómo el paso del monje iba aminorando a medida que se acercaba a su casa. El corazón le latió con violencia cuando se detuvieron y uno de los soldados desenrolló un pergamino. Solo pudo escuchar la misiva por trozos a causa de los murmullos que lo rodeaban.
“Como emisario del Inquisidor General Tomás de Torquemada, tengo la obligación de interrogar Vicente Bermejo cuyo oficio es el de alfarero. Por las acusaciones de ser mudalí y comerciar con judíos. (…)”.
De nada sirvió la réplica de su padre, el documento que verificaba su conversión o limpieza de sangre, fue arrancado de sus manos. Su madre lloraba desgarrada. Los vecinos señalaban y cuchicheaban. Pero Juan no vio, ni oyó nada de eso. El mundo había oscurecido quedando por un instante, solos padre e hijo. Ambos sabían que sería un adiós.
Pese a la prohibición de su padre, Juan persiguió a escondidas al pequeño séquito. Vio como su padre era insultado y escupido por algunos que se cruzaban a su lado, algunos eran amigos. Puede que, querían dejar presente que nada tenían que ver con el detenido.
La última vez que vio a su padre con vida fue entrando en el Castillo de la Inquisición. Antes de desaparecer en las entrañas de la fortaleza, le pareció ver que lloraba. Al día siguiente fue condenado y ejecutado a morir en la hoguera. Esa misma noche, él y su madre huyeron y permanecieron escondidos con otros nombres hasta la muerte de ella.
Por entonces ya era hombre aunque aún imberbe, sólo y huérfano, decidió abandonarlo todo en busca de una nueva vida bajo la protección del anonimato.

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Habían pasado casi nueve días desde que el capitán notificara la promesa de una recompensa. Había sido un intento de tranquilizar a la tripulación, pero era en vano. La promesa hizo que se aumentara el nerviosismo y, a cada día que pasaba sin resultado, la frustración se iba tornando en un rencor creciente y Juan sospechaba que el motín era inminente.
Habían pasado casi dos horas de la media noche, la tripulación estaba dispersa en cubierta, unos durmiendo, otros jugando a los dados… Miró al cielo iluminado con una enorme luna llena con la intención de rezar, pero algo le llamó la atención en el horizonte. Su corazón se aceleró violentamente, tanto, que temía que le atravesara el pecho. Trepó hasta lo más alto del palo mayor para verificar que no estaba delirando, pero no, era real. La luz de la luna dibujaba el contorno de una isla en el horizonte. La emoción le invadió y cogiendo todo el aire que podía introducir en sus pulmones gritó con todas sus fuerzas. -¡¡¡Tierraaaaa!!! ¡¡¡Tierra a la vistaaaaaaa!!!
La tripulación de ambas naves corrió hacia proa para verificar lo que el joven vigía había anunciado. Cuando lo comprobaban con sus propios ojos, lanzaban vítores. Uno sacó una flauta y todos bailaban y aplaudían.
Juan bajó, del palo mayor para unirse a sus compañeros, que lo abrazaban y besaban emocionados. Estaban a salvo, habían llegado.

Pisaron tierra al amanecer, algunos incluso besaron las arenas blancas. Tras un par de horas preparando el campamento, el almirante bajó a tierra y reclamó que se presentase ante él, aquel que gritó tierra.
Juan entró en la tienda, allí estaba el almirante con pluma en mano escribiendo en su diario, paró en su quehacer para observar detenidamente al joven. -¿Cuál es tu nombre muchacho?- preguntó con curiosidad. El muchacho contestó para sí “Mi nombre era Juan Rodríguez Bermejo”. El almirante le miró impaciente esperando respuesta. Juan carraspeó y tragó saliva antes de contestar. – Me llamo Rodrigo señor, Rodrigo de Triana-.
El almirante escribió algo en su diario y luego ordenó a Vicente Yáñez Pinzón, capitán de La Niña y hermano del capitán de su nave, que leyera en voz alta la última anotación.
"…Y porque la carabela Pinta era más velera e iba delante del Almirante, halló tierra y hizo las señas que el Almirante había mandado. Esta tierra vido primero un marinero que se decía Rodrigo de Triana…"

El muchacho durmió plácidamente, pensando en la recompensa y el sueño cumplido de vivir en el anonimato sin que nadie le recordase o supiese de donde procedía.


Nota de la autora:
 Nunca cobró la recompensa, molesto y decepcionado, acabó sus días en África, convertido como mudalí (cristiano convertido al islam o cristiano casado con un hereje) que precisamente fue el delito por el que fue ajusticiado su padre.

Esta historia está inspirada (que no basada) en lo ocurrido el 12 de Octubre de 1492. Existen muy pocos datos sobre la vida e identidad de Rodrigo de Triana y la mayoría son suposiciones. Quisiera hacer un inciso, aunque muchos datos son reales y fieles a la historia, solo uno no lo es. El padre de Rodrigo murió en la hoguera por la inquisición cuando él navegaba hacia el Nuevo Mundo. He cambiado el momento de la cremación para dar dramatismo a la historia. 
Sobre el texto escrito por Cristóbal Colón, me he limitado a copiar tal y como él lo escribió. 
Por lo demás, esta es mi versión.