miércoles, 19 de junio de 2013

Éxodo

- ¡Maldita la desidia de mi entorno y malditos los que me han obligado a esto!- Grito desesperado una y otra vez hasta desgarrar mi garganta. Y continúo gritando, sin voz ni fuerzas, permanezco de rodillas en el suelo, llorando e impotencia y golpeando la tierra con mis puños hasta hacerlos sangrar.
El ocaso envuelve de sombras mi aldea amurallada y desde la loma, la veo desaparecer ante mí. Solo puedo distinguir tenues luces naranjas provenientes de las teas de algunas casas.

Cojo mi hatillo y me dispongo a abandonar la tierra que me vio crecer, donde mis antepasados cavaron profundos hoyos para dejar ahí las raíces familiares y donde he de abandonar mi descendencia.
Pero no tengo otra alternativa, "Mal año, malos tiempos" es toda respuesta que obtuve durante meses cada vez que intentaba encontrar trabajo fuera de mi oficio.

No eran los tiempos, todos sabíamos que, mientras los nobles se enriquecían a costa de matar al pueblo de hambre cobrando tributos de una tierra que ya no daba de sí y la iglesia, que con su afán de engalanar sus templos con el oro de los Incas, ha olvidado el juramento de cuidar a los más necesitados.
Había oro y riqueza pero eran malgastados en fiestas, cacerías y retablos de oro y plata. Y al pueblo llano, no llegaba ni un mísero maravedí.
Y si alguno, osaba mostrar su descontento en las puertas de los templos, el fraile de turno los despachaba gritando con ojos encendidos.
- ¡Qué sabrán las hormigas lo que yo hago en invierno!.

Y heme aquí, en el año de nuestro Señor 1612, dispuesto a partir hacia Las Américas, para encontrar allí la Tierra Prometida. He oído hablar tanto de aquel lugar, dicen que solo basta rascar la tierra con el pie para que brote oro y plata por doquier.
Al principio no hice caso de esas habladurías, yo tenía un próspero negocio y a mi familia no le faltó nunca de nada. Pero la idea de que en las colonias, se podía empezar de nuevo y hacerse rico en poco tiempo, empezó a desvelarme por las noches. Sobre todo al ver como el único hijo que aún me quedaba con vida, moría de hambre ya que la pulpa de los frutos que mi mujer robaba del huerto del convento y el escaso pan seco y duro de harina de habas que yo rara vez conseguía, no era suficiente para él.

Así que he de marchar, he tenido que fingir mi propia muerte para que así, mi mujer e hijo, puedan alimentarse y sobrevivir con las aportaciones que en su tiempo yo acumulé en el montepío de mi cofradía de alfareros. Sé que es indigno y a mi regreso me acusarán impíamente, pero no me preocupa, una vez que me haya hecho rico, nadie mirará por encima de mi hombro nunca más.
Pagaré mi afrenta depositando los dineros que se hayan empleado para mi familia, con intereses y purgaré mis pecados como todo rico hace, con oro.
Y como sé que Dios me vigilará y a él ruego para que mi empresa tenga éxito, llevaré como penitencia a modo de cinto sobre mis carnes un cilicio y lo portaré hasta cumplir la promesa. Y vive Dios que cumpliré.

Puedo ver la costa en la lejanía, durante los seis días con sus noches que ha durado mi viaje hasta llegar al puerto de Indias, mi camino no estaba deshabitado. Cada aldea o ciudad que dejaba atrás, iban apareciendo más y más hombres que como yo, dejaban a sus familias atrás en busca del Dorado. Me reconfortó y apenó a la vez, que no era el único. Entre todos, formamos un río humano que bajaba de las altas poblaciones para llegar al río que nos trasladará hasta ultramar, más allá del horizonte, donde nuestros abuelos decían que el mundo terminaba.

Paseo por el puerto fingiendo altivez aunque mi interior se encuentra afligido. Y pienso en la peculiar tripulación que comienza a llenar la nave. Todos artesanos, comerciantes y campesinos que van en busca de una vida mejor. "Son malos tiempos" pienso con angustia y suspiro con el alivio de pensar que, una vez superada esta crisis, nunca más se volverá a repetir porque todos hemos aprendido la lección.

La nave serpentea el río dejando la capital atrás, la observo por última vez antes virar el primer codo. Suspiro mirando el campanario de la Catedral y me fijo en la estatua que la corona, la representación cristiana de la diosa Atenea, me mira y sonríe. Devuelvo el gesto con timidez, parece que se despide pero no es una despedida, siento que me dice "vuelve pronto, te espero", sé que dice eso.

Sentado en cubierta, usando como apoyo el palo de mesana, suspiro pensando en mi mujer e hijo. Los amo y es ese amor que siento por ellos, lo que me ha dado el valor que precisaba para esta empresa. Poco a poco me voy durmiendo, el deseo que mi hijo comprenda el motivo de mi acción lucha contra el temor de  ser olvidado. Pero sé que quien tiene la respuesta es el tiempo, yo solo puedo aportar paciencia.


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